Es tarde ya, son casi las diez de la noche. Pero es 29 de noviembre.
Y no es un día normal: estoy en Roma debido a una reunión científica, sin mi té Rooibos, ni mi tele, ni mis zapatillas. Pero es 29 de noviembre.
Y por cierto que no suelo postear sin premeditar y preparar… pero es 29 de noviembre.
Hoy es la fecha en la que mi madre habría cumplido 66 años si hubiera estado dentro de las estadísticas.
Sí, esas estadísticas que hablan de esperanza de vida de ochentaitantos para las mujeres españolas. Pero no. Ella no estaba hecha a la horma de las estadísticas. Y si hablamos de hormas hablamos de zapatos, y qué caray, si hablamos de zapatos hablamos de mi madre, como ha relatado hoy mi hermana en su Facebook. 🙂
Y de los zapatos paso al «retoque», esa palabra tan de mi madre, que estaba en su boca una vez al mes desde hacía unos cuantos años y con la que se refería a teñir las cuatro canas que tenía. Porque ella murió con cuatro canas, ni una más, pero eso sí, se las teñía; cada mes. Y sentía la necesidad de contárnoslo a sus hijas. Como parte de su discurso cotidiano, entremezclado con su relato del plan de fin de semana riojano y del recuerdo luanquín de agosto, lo soltaba: «Mañana tengo retoque«. Y nosotras, sus hijas, nos burlábamos un poco de esa palabra recurrente en ella. Ahora, la adoro. RETOQUE. RE-TO-QUE.
Y si hablamos de pelo, hablo de algo que, desde pequeñita, recuerdo: sus rizos en la nuca y en las sienes. Mi madre tenía lo que viene siendo un pelazo. Espeso, sano, vital, fuerte, moreno, y básicamente liso. Mi madre era una morenaza de pelo liso. Pero hete aquí que en la nuca se le rizaba. En la nuca y en las patillas: un aire folclórico, sí, es lo que tenía su pelo. Y su pelo además desafió -de nuevo- las estadísticas, pues no se le cayó con la primera quimio, ni con la segunda. Se le cayó -hay que joderse, y con perdón- en la última quimio, la quimio de la desesperanza, porque no consiguió frenar la enfermedad ni un ápice. Y encima, jopé, la dejó calva. Ella le dio la importancia justa, adquiriendo un par de turbantes que nunca usó porque le daban calor.
Porque como ya he dicho, tenía carácter presumido. Mi madre era presumida, claro que sí. Uno de mis primeros recuerdos se remonta a principios de los 80, una noche de diciembre, contemplando a mi madre ante su espejo. Santa Bárbara, patrona de los mineros. La noche en la que los Ingenieros de Minas de Oviedo tenían su cita anual con cena y baile. Mi padre -el AbuAstur- es Ingeniero de Minas, que no lo había dicho por aquí. Mi madre era estudiante de Medicina cuando le conoció en una fiesta de Santa Bárbara, un diciembre de principios de los 70. Unos cuantos años después tuvieron una hija en esas fechas -yo-. Pero a lo que iba, cada año la fiesta de la patrona de los mineros era un espectáculo para mí: mis padres salían de noche (algo que no solían hacer) y mi madre se ponía espectacularmente guapísima. Porque es que mi madre era muy guapa y esto ya sé que lo he dicho otras veces. Ella decidía con un mes de antelación qué se iba a poner y la modista de toda la vida le confeccionaba un traje a medida. Porque no, mi madre no iba a comprarse un vestido, qué va. Se lo hacía su modista, que tenía muy localizado el michelín, y era cómplice en disimularlo (mi madre siempre peleó con los michelines; pero no me da la gana de hablar de eso aquí y ahora). Y esos preliminares de la fiesta, que comenzaban en octubre, aderezados con sus conversaciones telefónicas con sus amigas del alma y consortes ingenieriles (Vicky, María Jesús, Pimpa, Carmina, fuisteis las principales, más tarde llegó Lolina), a mí se me antojaban de lo más ilusionante. Y llegaba el día, y mi madre se arreglaba y se ponía el vestido precioso cosido por su modista y se maquillaba ella, siempre ella y nadie más, porque una vez la maquilló su peluquera pero a ella no le gustó, porque «me dejó los ojos enanos, nena, diminutos«. Y yo sonrío al recordarlo, porque es cierto: mi madre no tenía los ojos especialmente grandes, ni tampoco la boca, pero ambas facciones las tenía muy bonitas. Y ella disfrutaba destacándolas. En los ochenta, con sombra de ojos azul brillante; ahí queda eso. 🙂 Ah: y además, mi madre nunca necesitó colonias ni perfumes. Ella siempre olía bien, hiciese lo que hiciese; siempre olía a gloria bendita.
Y os cuento que mi madre era una gran anfitriona. Enorme. Mi madre adoró cocinar para muchos, en nuestra casa: primos, tíos, amigos de aquí y de otros continentes, japoneses, polacos, erasmus de todo tipo de procedencia y más. Recibía a todos con la sonrisa abierta y los brazos dispuestos a remover la cazuela y servir los platos, y, sobre todo, con la cabeza lista para organizar. Porque qué poco se valora el enorme trabajo de organización que hay detrás de tantas mujeres de la generación de mi madre, que te tienen una fabada puesta a remojo y el bacalao desalado a tiempo. Mi madre era la reina de la intendencia: no la pillaba el toro jamás.
Podría seguir escribiendo decenas de anécdotas, cientos de detalles, miles de recuerdos… Pero es tarde y el post se alarga. Pero mi madre era un billón más.
Porque mi madre era reconfortante. De niña pequeña, me parecía mágica. De niña mediana, sentarme acurrucada a su lado en el sofá era lo mejor. De niña mayor (recién adulta), ver su número en el móvil llamando, me empujaba siempre a cogerlo rápidamente. Y de más mayor aún,… ver su carta para sus nietas en el buzón era la fiesta de la semana.
Y hace tiempo que no escribo en este blog (mi blog), pero es 29 de noviembre.
Felicidades, mamá.